Manifiesto para superar la estandarización educativa en Chile
29.08.2013
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29.08.2013
Hace 25 años se creó en Chile el Sistema de Medición de Calidad de la Educación, el SIMCE, con dos objetivos manifiestos: dar insumos al trabajo de directivos y docentes sobre el aprendizaje y otorgar información a las familias para la elección de las escuelas para sus hijos e hijas, en el contexto de la consagrada libertad de enseñanza. Si bien ya desde la década de los ‘60 hubo instrumentos de medición que estuvieron dirigidos exclusivamente a ser insumos pedagógicos, el SIMCE se diferencia por su articulación con el sistema educacional mercantilizado ideado bajo la dictadura.
La privatización educacional, el sistema de subsidios portables –vouchers– y el SIMCE constituyen una tríada interdependiente de políticas que constituyen el núcleo del mercado educativo chileno. La LOCE no hizo más que celebrar esta fatídica unión. Los gobiernos de la Concertación y de la Alianza no sólo mantuvieron, sino que profundizaron el modelo a través del financiamiento compartido (1993), publicación de los rankings del SIMCE (1996), Ley de Subvención Escolar Preferencial (2008), Leyes General de Educación y Agencia de Calidad (2011), entre otras. Todas estas políticas han hecho que el poder del SIMCE crezca extraordinariamente dentro del sistema educacional gracias a la creatividad tecnocrática.
La cada vez más sofisticada estandarización chilena fue usada en los ‘90 para involucrar a América Latina en la construcción de las pruebas nacionales –muchas de ellas no censales a diferencia de Chile–, en el marco de acciones de seducción y/o presión que ejercieron agencias internacionales como el Banco Mundial, Banco Interamericano de Desarrollo y UNESCO.
Dada la introducción de políticas de incentivos económicos del Mineduc para el uso de los resultados del SIMCE por parte de la investigación, una parte de la academia chilena se vio obligada a dirigir su investigación a una forzada búsqueda de factores intra-escolares para intentar explicar los puntajes del SIMCE, afectando la producción de un conocimiento crítico acerca de la estandarización y sus implicancias. Todo ello ha ocurrido en un contexto de asfixia presupuestaria de las instituciones de educación superior.
El balance de nuestra estandarización llega a la cifra record de haber vivido 11 evaluaciones estandarizadas censales y muestrales entre 1990 y 2013. Cuatro de estas pruebas han sido nacionales: SIMCE, PAA, PSU e INICIA; mientras siete de ellas han sido internacionales: PERCE, TIMSS, CIVED, PISA y PISA +, SERCE, ICCS, TERCE.
Este año se aplicarán 15 pruebas SIMCE en el sistema escolar (una en 2° básico, tres en 4° básico, tres en 6° básico, cuatro en 8° básico y tres en 2° medio), mientras que en 2014 se proyecta la aplicación de 17 evaluaciones (una en 2° básico, tres en 4° básico, cinco en 6° básico, cuatro en 8° básico, tres en 2° medio, y una en 3° medio). La inversión de recursos del Estado en instituciones nacionales para el desarrollo de nuevas pruebas e incorporarse a las internacionales sigue aumentando mientras las políticas educacionales de apoyo a las escuelas se reducen al mínimo.
El SIMCE se ha naturalizado en las escuelas y continúa su marcha implacable abarcando nuevas asignaturas y niveles. Así, la medición estandarizada se ha transformado en la principal herramienta que usa el Estado para conocer la realidad de las escuelas y así darles un valor en el mercado. Lo que no se mide no existe.
Luego de 25 años observamos las consecuencias en plenitud de la estandarización educativa en nuestro país. Estimamos que la mayoría de los efectos de su aplicación han sido perversos. Por ello, es hora de posicionarnos críticamente.
El vigor del SIMCE se explica en el hecho de que es una pieza fundamental, un articulador que otorga un marco a la competencia entre familias, estudiantes y escuelas, obedeciendo a una filosofía que sostiene que la educación es un bien de consumo transable en el mercado educativo. La información provista por el SIMCE libera al Estado de ocuparse efectivamente por el derecho a la educación, responsabilizando a cada familia por sus buenas y malas elecciones. Sin embargo, sabemos que la misma libertad de elección se ha convertido en un espejismo que oculta la injusticia social.
El SIMCE no sólo evidencia, sino que crea segregación educacional. Al tener un carácter censal, determina las posiciones de cada establecimiento en un ranking que ubica dicotómicamente las buenas y las malas escuelas. Así se evita profundizar en las limitaciones técnicas y alcances explicativos de una prueba estandarizada tipo SIMCE. El ranking determina a ganadores y perdedores, como también a quiénes serán premiados y castigados. Se manifiesta en todo su esplendor una perspectiva gerencial conductista que inspira a los nuevos proyectos de leyes sobre educación. Dicho sea, esta perspectiva educacional se ha implementado en países como Estados Unidos, Inglaterra y Nueva Zelanda, no evidenciándose los beneficios esperados, sino por el contrario, una extensa literatura ha demostrado resultados negativos.
La distribución de los premios y castigos no sólo reproduce la distribución socio-económica ya segregada del sistema, sino que además la amplifica. Ello ocurre a través de la selección de los alumnos que responden mejor al SIMCE por parte de las mismas escuelas –discriminación llevada a cabo especialmente en las escuelas particulares-subvencionadas–, generando el efecto “descreme” de la educación municipalizada que encontramos descrita en la literatura de política educacional. La selección aparece disfrazada de Proyecto Educativo, y así no se estaría violando ninguna ley en el caso de los primeros seis años de educación básica. El uso del SIMCE tiene una responsabilidad directa en el aumento de la segregación educativa y en el quiebre económico y profesional de las escuelas públicas y, por tanto, en la caída de la provisión pública desde un 57,8% en 1990 a casi un 39,3% de la matrícula escolar en 2011.
El SIMCE se ha constituido en un sistema tautológico: define el punto de partida al definir calidad como resultado a las pruebas; determina los diagnósticos que no varían radicalmente entre ellos; especifica los medios de solución dados a través de la distribución segmentada o focalizada de recursos; y, sanciona los incentivos o castigos ante la superación, mantención o retraso de la escuela (abriendo el camino para el cierre de las escuelas públicas). La investigación nacional e internacional ha insistido en la complejidad explicativa sobre las causas de los resultados de aprendizaje, que incluyen, por ejemplo, el peso de las condiciones socioeconómicas y familiares, los efectos de la estructura político-social, las percepciones y clima escolar, las intervenciones pedagógicas y los sesgos introducidos por prácticas selectivas/segregadoras de las escuelas que invalidan los resultados de las mediciones. Curiosamente estas evidencias tienen escasa presencia y son raramente analizadas en los gabinetes ministeriales.
Especialmente hoy, los puntajes de la prueba siguen alimentando el apetito de la prensa, ávida de fustigar a la educación pública o de destacar casos aislados de escuelas pobres o rurales –muchas de ellas con administración privada–, como fórmulas de buen manejo al estilo de las “escuelas eficaces”. Todo cierra en un perfecto círculo de culpabilización, presión y castigo a los profesores y en la marginación de alumnos dados sus resultados académicos.
Lamentablemente el SIMCE se ha enquistado en la cultura escolar. La cara más dramática de las pruebas estandarizadas es el estrés y el malestar infantil y docente, realidad poco estudiada en Chile, pero ya denunciada internacionalmente. El bienestar de las comunidades escolares y locales se ha menospreciado, imponiéndose dinámicas ajenas a la escuela a través de la estandarización de la medición y de los procesos escolares, inculcada desde el control burocrático del Estado –o de los apoyos externalizados como son las asesorías técnicas externas–. Este ejercicio de poder aplasta la autonomía y la libertad de los actores escolares. Hay que recordar que la Revolución Pingüina denunció que la implementación de la Jornada Escolar Completa significó multiplicar las horas y reducir los recreos para abordar reforzamientos para el SIMCE, creando un sintomático aburrimiento entre los escolares.
Es urgente idear un nuevo modelo sin estandarización mercantil, sin el SIMCE, y construir una nueva educación al abrigo de la defensa de un derecho social a la educación libre de presiones gerenciales y tecnocráticas del Estado subsidiario. Es hora de dejar de buscar factores que afectan al SIMCE y crear comunitariamente las prácticas que reconozcan el valor fundamental del conocimiento acumulado en los espacios locales, regionales y nacionales y la alta relevancia de la profesión docente. Así, la generación de una alternativa concreta para la superación de la educación de mercado nos permitirá evaluar creativamente a nuestro sistema educacional para crear una educación inclusiva y democrática para el bienestar, felicidad y desarrollo integral de nuestros niños y jóvenes.