Cinco argumentos contra la Meritocracia
07.06.2013
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07.06.2013
Vea también: ¿Cree usted que la meritocracia es buena?
El concepto de meritocracia fue acuñado, en su versión moderna, recién en 1958 por el sociólogo y activista laborista británico Michael Young en su libro The rise of the meritocracy, 1870-2033: An essay on education and equality (El triunfo de la meritocracia, 1870-2033: ensayo sobre educación e igualdad) (Young 1961). Siendo mucho más nueva que la idea de igualdad de oportunidades, la idea de meritocracia ha estado fuera del radar de las discusiones de filosofía política sobre teoría de la justicia, pese a haber ganado en pocas décadas un lugar central en el discurso neoliberal.
Una sociedad en la que se implementara una lotería que asignara al 10% de los recién nacidos recursos suficientes para vivir una vida plena, entregando al restante 90% recursos tan mínimos que apenas garantizaran la supervivencia, sería una sociedad con perfecta igualdad de oportunidades. Nadie tendría más probabilidad que el resto de vivir una vida plena. No habría espacio para privilegios heredados. Sería, sin embargo, una sociedad difícil calificar de justa.
El libro de Young es una crítica frontal a lo que el autor previó como una tendencia hacia una elitización vía educación formal en Europa, y tiene la forma de un ensayo novelado en que un personaje de ficción relata en primera persona cómo es que Gran Bretaña ha llegado a ser en 2034 (no estamos tan lejos) un país con un sistema de gobierno que favorece la inteligencia y las “aptitudes” por sobre cualquier otro criterio. Esto ha creado, en el mundo distópico narrado por Young, un gobierno ocupado por una “élite incansable” conformada por una “minoría creativa”, en desmedro de la “masa estólida”. La fórmula “Coeficiente Intelectual + Esfuerzo = Mérito” constituye la forma de validación de los privilegios obtenidos por la nueva clase dominante. Meritocracia es, en resumen, un término acuñado por Young “para designar el gobierno por aquéllos considerados como poseedores de méritos; mérito se equipara con inteligencia más esfuerzo, quienes lo poseen son identificados a temprana edad y son seleccionados para una educación intensiva adecuada, y hay una obsesión por la cuantificación, puntajes de exámenes, y calificaciones.” (Fontana Dictionary of Modern Thought 1988:521, citado en Sen 2000:7) Cualquier semejanza con el proyecto del Chile moderno y con la crítica elaborada por los rebeldes estudiantes Benjamín González y Justin Hudson es, por supuesto, mera coincidencia (ver columna anterior)
Tras un par de décadas un desilusionado Michael Young tuvo que presenciar cómo su concepto, originalmente acuñado con un fin crítico, era adoptado por el discurso neoliberal que lo dotaba de una connotación positiva de pretensiones universales. Estas pretensiones pueden ser desafiadas, sin embargo, por al menos cinco razones fundamentales.
Primero, una sociedad organizada en torno a la idea de meritocracia es una sociedad basada en lo que solemos llamar “igualdad de oportunidades”. Todos estamos, sin duda, a favor de la igualdad de oportunidades. Se puede argumentar sin mayor controversia que la igualdad de oportunidades es una condición necesaria para la construcción de una sociedad que podamos llamar justa. Puestos a escoger entre una sociedad que no genere igualdad de oportunidades (Chile en la actualidad es sin duda un ejemplo notable) y una que sí lo haga, no hay demasiado espacio dónde perderse. Lograr mayores niveles de igualdad de oportunidades sería, de hecho, un gran paso hacia la construcción de una sociedad en que cada persona pueda vivir una vida plena. Tomarse en serio el concepto de igualdad de oportunidades implicaría reformas radicales que son indudablemente necesarias en Chile.
Esto no significa, sin embargo, que una sociedad que provea igualdad de oportunidades sea una sociedad necesariamente justa. La igualdad de oportunidades es, en otras palabras, una condición necesaria pero no suficiente para la construcción de un orden justo.
De hecho, y como bien apunta el sociólogo Erik O. Wright en su más reciente libro (Wright 2010) y en su discurso como presidente de la Sociedad Norteamericana de Sociología (Wright 2013), la idea de igualdad de oportunidades presenta una serie de limitaciones. Una sociedad en la que, por ejemplo, se implementara una lotería perfectamente aleatoria que asignara al 10 por ciento de los recién nacidos recursos suficientes para vivir una vida plena, entregando al restante 90 por ciento recursos tan mínimos que apenas garantizaran la supervivencia, sería una sociedad con perfecta igualdad de oportunidades. Nadie tendría, en principio, más probabilidad que sus pares de vivir una vida plena. No habría espacio para privilegios heredados por casta ni riqueza. Sería, sin embargo, una sociedad difícil de calificar como justa.
El problema al que apunta este ejercicio teórico es, claro está, que una sociedad que sólo se ocupa de proveer estricta igualdad de oportunidades en el punto de partida sin prestar atención alguna a los niveles de desigualdad en los resultados generados por la “lotería” de habilidades y predisposiciones, dista de ser una sociedad razonablemente justa. En una sociedad en la que todos los niños partiesen en igualdad de condiciones –educacionales, de salud, de acceso a capital, etcétera– ¿estaríamos dispuestos a dejar que quien comete un error a los quince o veinte años cargue para siempre con una vida de privaciones? Hacerlo así, sugiere Wright, reflejaría una visión sociológicamente pobre de las trayectorias de vida de las personas, de cómo se forman las motivaciones para actuar, de cómo éstas pueden ser perturbadas en distintas etapas de la vida y, por tanto, reflejaría una visión errada –desde el punto de vista tanto de la sociología como de la psicología y la ética– de la noción de “responsabilidad” frente a las consecuencias de los propios actos.
Una noción exclusivamente meritocrática del orden social obvía el hecho de que una nación es por sobre todo un espacio de solidaridades (en el uso de recursos, defensa, generación de economías de escala, la creación de espacios de convivencia). Una nación es mucho más que una arena de competencia.
Una sociedad meritocrática –que se corresponde con la visión utópica de una sociedad de mercado– es una sociedad que, al menos en principio, no reduce –ni mucho menos elimina– los niveles actuales de desigualdad o de miseria. Simplemente redistribuye las probabilidades de estar en el grupo más aventajado. No se reduce necesariamente el porcentaje de pobreza, sino que garantiza que el porcentaje de personas que terminan en pobreza, nacidos en comunas como Vitacura, sea igual que el porcentaje que termina en pobreza entre los nacidos en Arica (y, esto, sólo si asumimos que en Vitacura y Arica los talentos y preferencias se distribuyen de manera similar).
Al observar sociedades que podríamos calificar sin demasiadas dudas de más meritocráticas que la chilena –Suecia, Dinamarca, Finlandia, Noruega, Alemania, por nombrar algunas–, constatamos que cuando éstas tenían un PIB per cápita similar al actual nivel de ingresos chileno, todas tenían altos niveles de desigualdad de ingresos antes de impuestos y transferencias. Tener órdenes más meritocráticos no generaba mayor igualdad. Su carácter de sociedades más igualitarias venía dada, como muestran Gonzalo Durán y Marco Kremerman (Durán y Kremerman 2012), por la capacidad del Estado de redistribuir vía impuestos y transferencias.
No es la meritocracia la que resuelve el problema de la desigualdad o la pobreza, sino la decisión política de corregir las desigualdades en los resultados por medio de la acción del Estado. Una noción exclusivamente meritocrática del orden social obvía, en efecto, el hecho de que una nación es por sobre todo un espacio de solidaridades (en el uso de recursos, defensa, generación de economías de escala, la creación de espacios de convivencia). Una nación es mucho más que una arena de competencia.
Un segundo problema con la perspectiva de una sociedad meritocrática, es que tras la idea de mérito hay siempre una noción particular -habitualmente implícita– de qué es valioso para la sociedad. Una acción, ejecutada con habilidad y esfuerzo, y generadora de consecuencias socialmente relevantes, es “meritoria” siempre y solamente en relación con un cierto estándar o un determinado orden de prioridades.
Así, la idea de meritocracia está cercanamente emparentada con una noción de justicia que es eminentemente contingente. “Preguntar si una sociedad es justa”, nos dice el filósofo político Michael Sandel, “es preguntar cómo ésta distribuye las cosas que apreciamos –ingreso, riqueza, deberes y derechos, poderes y oportunidades, cargos y honores. Una sociedad justa distribuye dichos bienes de forma correcta; le da a cada persona lo que merece” (Sandel 2009:19). La dificultad comienza, como bien reconoce Sandel y cualquiera a quien interese la política, cuando preguntamos quién merece qué, y por qué razones.
En lenguaje coloquial, premiar el “mérito” y dar a alguien lo que “merece” suelen usarse indistintamente. Pero ambas ideas, si bien están relacionadas, no son idénticas. En castellano, de hecho, ambos términos son casi indistinguibles. En inglés, en cambio, el primero es denominado “merit” –el resultado concreto, fruto de la aplicación de talento y esfuerzo, que da sustento a un reclamo por reconocimiento–, y el segundo “desert” –la calidad o hecho de merecer un premio o castigo (McLeod 2003). Podemos, en efecto, preguntar legítimamente si el mérito es la forma más justa de definir quién merece recibir cierto bien.
Un ejemplo puede ayudar a ilustrar este punto. Si el barco en el que viajan un ganador del Premio Nobel de Medicina y un niño de diez años se comienza a hundir, ¿quién merece un puesto en el único bote salvavidas: el científico o el niño? Probablemente el primero tiene más “méritos” –se puede argumentar que probablemente tiene más talento y que, sin duda, ha ejercido más esfuerzo en utilizarlos, generando resultados que la sociedad considera valiosos e incluso extraordinarios. Es probable también que subirlo a él al bote, a costa del pequeño, violente las nociones de justicia de muchos observadores que argumentarán, al menos en principio válidamente, que el niño “merece” salvarse, precisamente por su condición de tal. El punto en cuestión es que el mérito es sólo una entre muchas formas de decidir quién merece qué, y la pregunta respecto de qué tan conveniente y qué tan justo resulta como principio para distribuir premios y castigos está lejos de estar zanjada, tanto en la academia como en la arena política. Como hemos visto, ni siquiera el principio de igualdad de oportunidades, que muchos usarán como argumento para defender un sistema meritocrático, resulta completamente satisfactorio para responder a las demandas de justicia sobre el orden social.
Así, si hemos de juzgar nuestras actividades a partir de las recompensas que la sociedad provee en retorno por la entrega de esfuerzo y talento al servicio de dichas tareas, en el Chile actual ser capaz de cuidar a los más débiles y enfermos entre nosotros, o estar al cuidado de la formación de nuestros niños más pequeños (especialmente los más pobres), no constituye mérito.
El punto en cuestión es que el mérito es sólo una entre muchas formas de decidir quién merece qué, y la pregunta respecto de qué tan conveniente y qué tan justo resulta como principio para distribuir premios y castigos está lejos de estar zanjada, tanto en la academia como en la arena política
Las y los educadores pre-escolares, así como las enfermeras, enfermeros y auxiliares de enfermería se cuentan entre los profesionales y técnicos de más baja remuneración en la escala de salarios (en esto Chile no es una excepción). En contraste, la capacidad extraordinaria de patear una pelota, el atractivo físico, la capacidad de vender bienes suntuarios, o el saber navegar en el sistema jurídico, son al parecer altamente “meritorias”. También lo son la capacidad de maximizar la utilidad (hoy, más bien, el valor en bolsa) para un grupo de inversores organizados en torno a una compañía. La determinación de este ranking de preferencias está sin duda en parte explicado por los movimientos de la oferta y demanda en el mercado de trabajo y la relativa escasez de las habilidades requeridas para ejercer cada tarea, pero también, y sobre todo, por la estructura social dentro de la cual cada mercado opera. Esto es particularmente cierto en el mercado de trabajo, como muestran DiPrete y coautores (2010) para el caso de la remuneración de altos ejecutivos.
La noción de mérito y sus premios asociados es, en otras palabras, contingente al orden social y sus estructuras de poder. Toda meritocracia es, por tanto, potencialmente –algunos dirán inevitablemente– una estructura de opresión, una forma de perpetuar desigualdades y privilegios.
En tercer lugar, un sistema meritocrático tiene el problema de que tiende a generar escenarios en que los ganadores se llevan todos los premios (lo que la ciencia política estadounidense llama sociedades y política winner-take-all, Frank y Cook 1996; Hacker y Pierson 2011). En una sociedad meritocrática, nos dicen Navia y Engel (2006), emparejamos la cancha al inicio del juego, y el “más mejor” gana y se lleva los premios. El problema, claro está, es que “emparejar” la cancha no basta cuando el tamaño de la cancha, así como el porte de los arcos y las reglas del juego, las determina un grupo de actores que luego serán parte del partido.
Los mecanismos de asignación de compensación al mérito, como sea que éste sea definido (esto, como ya vimos, es problemático en sí mismo), también afectan los grados de equidad al final del juego. La analogía del “partido” en que, puestos en una cancha pareja, gana el “más mejor”, es entonces, por decir lo menos, limitada, pues obvía las dinámicas de poder tras la definición de qué juego estamos jugando. Obvía, en resumen, el carácter circular del juego, en que los ganadores definen las reglas del próximo partido. No es de extrañar entonces que tras un par de ciclos los ganadores se llevan todos los premios. No es que la cancha esté dispareja, es que el juego está arreglado.
En el Chile actual, más que emparejar la cancha, hay que echar abajo el estadio y construirlo de nuevo, para jugar otro juego, con otras reglas, definidas por otros actores. De eso se trataron las movilizaciones sociales de 2011 y de eso se tratan las demandas por una nueva Constitución. Esto es lo que estará en juego en la política de los años por venir.
Las analogías del tipo “que gane el más mejor” son pobres porque obvian lo que pasa después de que el juego se ha jugado y los ganadores se han llevado “la parte del león” (López et al. 2013). Una vez que se han asignado los premios, ¿qué pasa con los perdedores? Una vez que emparejamos la cancha, ¿qué pasa con los tontos, los lisiados, las niñas que se embarazan a los quince años, los que cometieron un error a los diecinueve o andaban “perdidos” hasta los veinticinco? ¿Qué pasa con los flojos, los lentos, los socialmente incompetentes, los culturalmente desadaptados? ¿Qué le sucede al chico que fue a la escuela, siguió las reglas del juego, entró a la universidad, pero estuvo siempre del promedio hacia abajo y terminó en un trabajo inestable, que no ofrece las garantías y seguridad de un “buen trabajo”? ¿Los dejamos caer? ¿Los condenamos a ser perdedores por lo que les queda de vida? ¿Qué tipo de sociedad es esa que condena a una proporción importante de sus miembros a tener vidas limitadas, al tiempo que les dice que su suerte es completamente justa? ¿Les decimos que tuvieron una oportunidad como todo el resto, que la desperdiciaron o simplemente no dieron el ancho, que ahora están a su suerte y que, más aún, se lo merecen?
Esta es la crítica con que el abogado Fernando Atria derribó en una Carta al Director de dos párrafos las premisas de la campaña “Es posible” del ex-candidato UDI, Laurence Golborne: “Si para que esto sea posible todo lo que se necesita es tener “mérito”, ¿por qué hay tan pocos niños nacidos en Maipú entre los gerentes corporativos? La respuesta sólo puede ser: porque no se esforzaron (son flojos) o porque habiéndose esforzado sus capacidades no fueron suficientes (son tontos). Quien ha sido exitoso muestra su inhumanidad al decirles esto a sus propios compañeros de curso”. Esto es precisamente lo que sustenta la crítica tras los discursos de los alumnos González y Hudson citados en la primera columna de esta serie.
Una sociedad meritocrática no reduce necesariamente el porcentaje de pobreza, sino que garantiza que el porcentaje de personas que terminan en pobreza nacidos en comunas como Vitacura sea igual que el porcentaje que termina en pobreza entre los nacidos en Arica.
Un cuarto problema es que una sociedad organizada en torno a la idea de meritocracia corre el riesgo de erosionar las bases democráticas de la convivencia. La democracia es, en su definición más simple, la organización de las decisiones colectivas en torno al principio de igualdad entre todos los participantes. Es, aplicada a la organización nacional, el gobierno del pueblo, y en él participan tanto los talentosos como los más desaventajados, los esforzados y los flojos, los aptos y los ineptos.
Una democracia fuerte no puede ser, por definición, sólo un “gobierno de los mejores”. No puede ser, en resumen, sólo una burocracia. En The rise of Meritocracy, el protagonista declara que “hoy francamente reconocemos que la democracia no puede ser nada más que un anhelo, y tenemos un gobierno no tanto del pueblo, sino de las personas más inteligentes; no una aristocracia de nacimiento; no una plutocracia de la riqueza; sino una verdadera meritocracia del talento” (Young 1961:21).
En el Chile postdictatorial, la élite gobernante (de derecha e izquierda) ha convencido al pueblo de que en democracia mandan la ley y las instituciones, no la gente. Y si mandan las instituciones, entonces manda la élite tecnocrática que, como en toda burocracia que –desde Weber en adelante– se precie de moderna, se estructura en torno a la noción de mérito. Nos han convencido, como dice el cientista social Eduardo Rojas, de que en Chile no manda el pueblo, sino la élite, y que así es como debe ser. Es una nueva élite, mezcla de aristocracia tradicional, nuevo empresariado y expertos del Estado, pero élite al fin. Así, nos dicen, es como debe lucir un país moderno. Es, sin embargo, un país eminentemente no deliberativo. En el Chile meritocrático las instituciones funcionan, y la democracia sobrevive en sus márgenes.
Finalmente, una sociedad meritocrática, basada en la idea de igualdad de oportunidades al nacer, presenta un serio problema de factibilidad en el mediano y largo plazo. Pongámonos en el caso hipotético de que pudiésemos “emparejar la cancha” para todos los hijos de Chile nacidos en 2014, generando una sociedad donde todos tuvieran igual acceso a salud, a educación de igual calidad, a bibliotecas públicas y consumo cultural, a los mismos niveles de acceso a capital, a no-discriminación, a seguridad en el hogar y estimulación temprana, y donde la alcurnia del apellido, los contactos de la familia, el color de la piel, el barrio o ciudad de residencia y la manera de hablar, no constituyeran ventaja alguna. Puesta a funcionar, esta sociedad distribuiría premios desiguales, dando más a los más talentosos y esforzados, como manda el principio meritocrático. Si así fuera, ¿cómo garantizar que los hijos de dicha generación posean la misma suerte que sus padres, que jueguen bajo el mismo sistema?
Una vez que emparejamos la cancha, ¿qué pasa con los tontos, los lisiados, las niñas que se embarazan a los 15 años, los que cometieron un error a los 19 o andaban “perdidos” hasta los 25? ¿Qué pasa con los flojos, los lentos, los socialmente incompetentes, los culturalmente desadaptados? ¿Qué le sucede al chico que fue a la escuela, siguió las reglas del juego, entró a la universidad, pero estuvo siempre del promedio hacia abajo, y terminó en un trabajo inestable, que no ofrece las garantías y seguridad de un “buen trabajo”? ¿Los dejamos caer?
Sería necesario, claro está, impedir que el éxito (fracaso) de sus padres constituya (des)ventaja alguna en sus vidas. ¿Cómo impedir que los padres más talentosos y esforzados traspasen el capital cultural acumulado a sus hijos? ¿Cómo impedirles que dejen en herencia los bienes que la sociedad les ha entregado como justo premio a su contribución? De no impedirlo, la cancha está nuevamente dispareja. Pero hacerlo, quitaría a los padres y madres de esta generación los bienes que la misma sociedad entregó como premio a su esfuerzo y talento, removiendo así los incentivos propios de un sistema basado en la competencia. Una sociedad estrictamente meritocrática se enfrenta así con sus propios fantasmas cada vez que una nueva generación “entra a la cancha”.
Esto es lo que Christopher Hayes llama, con algo de pirotecnia y parafraseando al sociólogo alemán Robert Mitchels, la “ley de hierro de la meritocracia”, que se resume en el hecho de que “eventualmente la desigualdad generada por un sistema meritocrático crecerá lo suficiente como para trastocar los mecanismos de movilidad. La desigualdad de resultados hace imposible la igualdad de oportunidades” (Hayes 2012:57). Incluso los más fervientes y consistentes defensores de la meritocracia liberal dan, tarde o temprano, cuenta de esta limitación.
El semanario inglés The Economist (2013), por ejemplo, reconoce que “es, por supuesto, bueno que el dinero fluya hacia el talento más que hacia las conexiones, y que la gente invierta en la educación de sus hijos. Pero los astutos ricos se están convirtiendo en una élite atrincherada. Este fenómeno –llamémosle la paradoja de la meritocracia virtuosa– socava la igualdad de oportunidades”. Tomando prestada la jerga de la tradición de izquierdas, el orden meritocrático sufre de contradicciones internas en sus principios de operación, que le son constitutivas y que tienden a subvertirlo. No hay meritocracia sustentable.
Referencias:
Atria, F. 2013. “¿Es posible?” La Tercera, junio 5.
DiPrete, T. A., G. M. Eirich y M. Pittinsky. 2010. “Compensation Benchmarking, Leapfrogs, and the Surge in Executive Pay”. American Journal of Sociology 115(6):1671–1712.
Durán, G. y M. Kremerman. 2012. “Los problemas de un sistema tributario pensado para favorecer a las elites”. CIPER. Consultado14-4-2013 (https://ciperchile.cl/2012/01/17/los-problemas-de-un-sistema-tributario-pensado-para-favorecer-a-las-elites/).
Frank, R. H. y P. J. Cook. 1996. The winner-take-all society: Why the Few at the Top Get So Much More Than the Rest of U. New York, NY: Penguin Books.
Hacker, J. S. y P. Pierson. 2011. Winner-Take-All Politics. New York. NY: Simon and Schuster.
Hayes, C. L. 2012. Twilight of the Elites. New York, NY: Crown.
López, R. E., E. Figueroa B. y P. Gutiérrez C. 2013. “La ‘parte del león’: Nuevas estimaciones de la participación de los súper ricos en el ingreso de Chile”. Serie de Documentos de Trabajo, Departamento de Economía U. de Chile 379:1–32.
McLeod, O. 2003. “Desert” editado por Edward N Zalta. Stanford Encyclopedia of Philosophy (Winter 2008 Edition). Consultado 18-11-2012 (http://plato.stanford.edu/archives/win2008/entries/desert/).
Navia, P. y E. Engel. 2006. Que gane “el más mejor”: mérito y competencia en el Chile de hoy. Santiago de Chile: Debate.
Sandel, M. J. 2009. Justice. New York, NY: Ferrar, Straus and Giroux.
The Economist. 2013. “Social mobility in America. Repairing the rungs on the ladder”. The Economist, febrero 9. Consultado 22-4-2013 (http://www.economist.com/news/leaders/21571417-how-prevent-virtuous-meritocracy-entrenching-itself-top-repairing-rungs).
Wright, E. O. 2010. Envisioning Real Utopias. New York, NY: Verso Books.
Wright, E. O. 2013. “Transforming Capitalism through Real Utopias.” American Sociological Review 78(1):1–25.
Young, M. 1961. The Rise Of Meritocracy. Mitcham, Victoria: Pelican.