La ciudad es un derecho
16.11.2012
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16.11.2012
Vea las otras columnas de esta serie:
– Por qué hemos construido guetos y lo seguimos haciendo (I)– Un sistema que lucra con los sin techo (III)
– Una política de vivienda como instrumento de cambio social (IV)
– La hora de pensar en la ciudad de todos y no en el bolsillo de unos pocos. (V)
Para entender por qué una parte de la inversión pública en viviendas se ha transformado en guetos que deben ser reconstruidos, es necesario analizar qué rol tiene hoy el Estado en la política de vivienda y cómo este rol ha cambiado con el tiempo.
En el actual esquema, la misión del Estado -a través del Ministerio de Vivienda y Urbanismo (MINVU) y los SERVIU- es echar a andar el mercado de la vivienda a través de la disposición de fondos y regulaciones que permiten que el sector privado responda a la demanda por casas y que los ciudadanos con menos recursos puedan acceder a dicho mercado. Este rol, sin embargo, no ha sido siempre el mismo. En los últimos 50 años nos encontramos con diferencias conceptuales importantísimas, que suponen respuestas y prácticas muy diversas.
Para Frei Montalva (1964–1970), bajo cuyo mandato se creó el MINVU, la vivienda era entendida como un “un bien de primera necesidad al cual toda familia debe tener acceso sin importar su nivel socioeconómico”. Bajo el gobierno de Salvador Allende (1970–1973), ésta era conceptualizada como un “derecho irrenunciable del pueblo, (por lo que) el Estado tiene el deber de proporcionarlo… no concebida como un objeto de lucro, sino que para responder a las necesidades y condiciones sociales de las personas”. A partir de la dictadura de Pinochet la vivienda se entendió como un “bien que debe ser adquirido por las familias a través del esfuerzo y el ahorro”.[1] Esa mirada perdura hasta hoy.
Las diferencias entre un “bien de primera necesidad”, un “derecho irrenunciable” y un “bien que debe ser adquirido con esfuerzo y ahorro” son enormes, y el aparato del Estado debió transformarse para dar cuenta de ellas. En 1976 ocurre la mayor restructuración del Ministerio de Vivienda y Urbanismo, con el fin de hacerlo más eficiente de acuerdo al nuevo marco político y macroeconómico implementado por Pinochet. En la práctica, esto significó desligar al MINVU de toda labor de producción directa de viviendas (a cargo ahora de los privados) y la unificación de las empresas autónomas del Estado que hasta entonces construían viviendas (CORVI, CORMU, CORHABIT, COU) en el SERVIU, que básicamente administra la entrega de subsidios a las personas y regula la construcción que queda a cargo de privados. Es a través de esta reforma que, en el sector de vivienda, se consolida el rol subsidiario del Estado.
Al igual que en la actual discusión sobre educación, resulta relevante preguntarse por este rol subsidiario. Si la vivienda, como la educación, la salud y las pensiones, es entendida como un derecho, tal como lo declaran numerosos acuerdos internacionales, ¿puede ser definida como un “bien que debe ser adquirido”?
Entender la vivienda como un derecho abre una serie de preguntas para el Estado. La más importante tiene que ver con una diferencia fundamental entre la vivienda y otros derechos que se garantizan a través de políticas sectoriales: la vivienda no puede ser enfrentada desde un punto de vista universalista sino que debe ser entendida desde una política focalizada ¿Qué significa esto? En sectores como salud o educación, hay quienes abogan por principios universalistas, es decir, por una política que no pase por subsidiar y dar respuesta focalizada a los grupos que lo necesiten, sino por dar respuestas integradoras a la sociedad en su conjunto, de manera de producir las sinergias propias de instancias en que los diferentes grupos sociales con sus particularidades, compartan un mismo servicio, financiado por los impuestos de todos (es decir, principalmente, por los más ricos). En esta visión se basa la propuesta de “educación gratuita para todos” levantada por el movimiento estudiantil. Lo mismo ocurre con políticas como el sistema de salud británico, donde el sentido es que todos, sin importar ingreso, accedan al mismo servicio público financiado por todos.
Este tipo de políticas busca evitar la existencia de educación o salud “para ricos” y educación o salud “para pobres”, como dos sistemas distintos. Esta lógica universalista contrasta con la lógica de políticas focalizadas, en que los recursos y servicios se entregan a grupos particulares abogando que con ello son más eficientes.
En Chile, desde la implementación del modelo de Estado subsidiario y neoliberal, se ha resguardado y defendido la lógica focalizada de las políticas sectoriales, argumentando que de otra manera se caería en prácticas injustas en que los pobres financian a los ricos, lo que ha sido desmentido con claros argumentos por el abogado Fernando Atria en su serie de columnas sobre educación pública.
“La ciudad, como derecho, debe ser entendida desde una óptica universalista y no focalizada. La ciudad es un bien que todos los ciudadanos compartimos, y su calidad nos afecta a todos”
Pese a lo anterior es claro que esta idea universalista no puede aplicarse a la política de vivienda del mismo modo que a la educación o la salud. No tendría sentido una política de “vivienda gratuita para todos”. En efecto, la vivienda como derecho es al mismo tiempo, por definición, sinónimo de espacio privado y requiere de políticas focalizadas para dar respuesta a los grupos que no pueden acceder a ella, y no a la sociedad en su conjunto ¿No significaría esto que el Estado ha hecho bien al responder a la vivienda desde una lógica focalizada en las últimas décadas? Claro que sí. Pero esto no quiere decir que no se aplique la lógica universalista, sólo quiere decir que debe aplicarse de un modo distinto. Con la construcción de vivienda lo que se está haciendo principalmente es produciendo ciudad, y esto si debe ser entendido desde una óptica universalista, de manera de no reproducir “ciudades para ricos” y “ciudades para pobres”.
La lógica de la ciudad como un derecho ha sido ampliamente desarrollada en el mundo académico. En la práctica, esto significa que la ciudad, como derecho, debe ser entendida desde una óptica universalista y no focalizada. La ciudad es un bien que todos los ciudadanos compartimos, y su calidad nos afecta a todos. Esto que es quizás difícil de entender desde el punto de vista de la vivienda, resulta claro ejemplificándolo en otros ámbitos.
Uno de esos ámbitos es el transporte público. En gran parte del mundo desarrollado, el transporte público es entendido como el medio de movilización para todos. En Chile, es entendido como el medio de movilización para aquellos que no pueden acceder a un auto, aplicando de esta manera una lógica focalizada a algo de lo que la sociedad en su conjunto podría beneficiarse de ser entendido universalmente, con consecuencias medioambientales y de calidad de vida importantísimas. Esto lo han entendido bien las autoridades en las ciudades colombianas, donde existe el siguiente concepto: “Una ciudad avanzada no es aquella en la que los pobres pueden moverse en carro, sino una en la que incluso los ricos utilizan el transporte público«.
Otro ámbito en el que es fácil entender por qué la ciudad, como derecho, debe ser enfrentada con políticas universalistas, es el acceso a áreas verdes y espacios públicos de calidad. Todos los ciudadanos, sin importar sus ingresos, debiesen tener acceso a áreas de esparcimiento comunes de calidad y dichas áreas debiesen estar en manos de entidades colectivas y no individuales, como el Estado en cualquiera de sus escalas de gobierno. Gran parte de las áreas verdes en la ciudad (a excepción de los grandes parques urbanos) son administrados en Chile por los municipios que, con ingresos y capacidades desiguales, producen y mantienen espacios públicos desiguales. Esto es especialmente cierto en grandes ciudades como Santiago, donde por lo general los municipios tienen población extremadamente homogénea socioeconómicamente, lo que implica la existencia de municipios ricos, con población rica y áreas verdes para ricos, y municipios pobres, con población pobre y áreas verdes para pobres.
La política de vivienda, respondiendo al mercado de suelo y administrada por privados, actualmente consolida estos patrones de segregación: los terrenos baratos son usados para la construcción de vivienda barata y los caros, para dar habitación a personas de altos recursos.
La paradoja es entonces la siguiente: ¿cómo puede la política de vivienda, que debe ser atendida focalizadamente, hacerse parte del proceso de construir ciudad como un derecho desde un punto de vista universalista, con el objetivo de disminuir desigualdades?
Aquí quisiera aventurar una posible respuesta con foco en tres perspectivas: (1) regulando el actuar de los privados e incentivando la innovación; (2) incentivando la organización y creación de capacidades en la sociedad civil para producir cambios culturales; y (3) haciendo partícipe al Estado activamente, desde sus distintas escalas de gobierno, del mercado de suelo urbano. Sobre este punto vital vamos a profundizar, dejando los otros dos puntos para las siguientes columnas.
Resulta bastante evidente que la vivienda es el principal motor de construcción de ciudad. Pero lo que se suele olvidar es que un factor central, que determina el tipo de ciudad que estas viviendas construyen, es la economía de suelo urbano.
Imaginemos el caso concreto de la construcción de una línea de metro. Una nueva estación implica un aumento de los valores de suelo de un barrio, lo que significa en la mayoría de los casos la densificación en manos de privados con eventuales procesos de expulsión de residentes de menos recursos. ¿No debiese el sector público poder ser parte de dicho proceso participando del mercado de suelo con terrenos, en colaboración con privados, para poder así generar rentabilidades sociales, como mantener en áreas bien comunicadas a familias de bajos ingresos?
“En gran parte del mundo desarrollado, el transporte público es entendido como el medio de movilización para todos. En Chile, es entendido como el medio de movilización para aquellos que no pueden acceder a un auto”.
Es importante detenerse en las consecuencias de que el sector público pueda ser partícipe del mercado de suelo. Si el Estado, en sus diversos niveles de gobierno (central, regional, municipal), pudiese participar del mercado de suelo urbano (es decir, invertir en suelo bien localizado, tal como lo hace para la construcción de bienes públicos), ¿qué implicaría esto? Lo más obvio es que proyectos de vivienda social podrían estar ubicados en mejores terrenos, integrados a servicios a los que no sería posible acceder bajo los “afanes legítimos de lucro” de cualquier compañía privada. Esto tendría consecuencias, a su vez, en la creación de barrios y comunas más heterogéneas socialmente, lo que implicaría la producción de las sinergias propias de compartir servicios y espacios entre distintos grupos, compartiendo además el financiamiento de los municipios, invertido a su vez en la ciudad.
Si volvemos sobre la lógica de la ciudad como un derecho que debe ser enfrentado desde una óptica universalista, esto implicaría la distribución más equitativa de recursos para que así sea.
En la actualidad el Estado no es partícipe de dicho mercado, salvo contadas excepciones. Esas excepciones, fundamentalmente experiencias de municipios actuando como Entidades de Gestión Inmobiliaria (EGIS), han resultado positivas, como se demuestra en una reciente investigación del arquitecto Nicolás Valenzuela que concluye que “la gestión inmobiliaria pública de la vivienda económica obtiene los mejores resultados en términos de localización y acceso a oportunidades de aumento de ingresos”[2].
Un involucramiento efectivo del Estado en sus diversas escalas en el mercado del suelo, requiere de una transformación profunda, no sólo en las atribuciones de entidades como el SERVIU en su rol subsidiario, sino que de un proceso de descentralización de capacidades y recursos, y no sólo de privatización y redistribución de responsabilidades. Implica un cuestionamiento de la lógica del Estado subsidiario y un proceso de empoderamiento de los gobiernos locales para que puedan llevar a cabo proyectos sustentables y puedan hacerse parte del proceso de construir ciudad como un derecho. En este escenario, no sólo el Estado debe replantear su rol, sino también el sector privado y la ciudadanía, como revisaremos en las próximas columnas.
[1] CID, Pablo (2005). Participación de los Más Pobres en Vivienda Social. Disponible online en http://www.cybertesis.cl/tesis/uchile/2005/cid_p/sources/cid_p.pdf (Acceso 15 octubre 2012).
[2] Valenzuela, Nicolás (2012). “Combatir la desigualdad mediante las políticas de vivienda y ciudad.
Lecciones de la gestión de vivienda económica subsidiada aplicadas a la reconstrucción.” Tesis presentada al IEUT de la PUC.