Dudas sobre la efectividad de la nueva ley antidiscriminación
13.07.2012
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13.07.2012
La ley antidiscriminación, llamada por el ímpetu de los medios y algunos políticos que todo-lo-compran “ley Zamudio”, ya no es un proyecto. Lo fue durante demasiados años, cuando parlamentarios que enarbolan las banderas del progresismo sostenían, en reuniones cerradas, que una ley de este tipo “no era necesaria”, o autoridades de gobierno determinaba que “no había voluntad política” a pesar de la tenaz determinación de numerosas organizaciones de la sociedad civil que trabajaron, desde 2001, en un foro especializado para articular esta idea convertida hoy en derecho.
Las leyes de una república no solo consolidan la defensa de valores que las comunidades soberanamente deciden proteger y promover. Las leyes, además, y este es especialmente el caso de las normativas antidiscriminación, son utilizadas para revisar y modelar prácticas que no se avienen con los compromisos sobre los cuales hemos configurado la vida en común. No en vano, la Constitución principia disponiendo que las personas nacemos libres e iguales en dignidad y derechos.
“La ley promulgada, a diferencia de su proyecto inicial, es poco ambiciosa a la hora de imponer obligaciones a los órganos del Estado en materia de igualdad y no discriminación”
Ahora bien, el valor simbólico de la ley no se satisface únicamente con su promulgación e incorporación al repertorio legal. Es preciso que exista una correlación entre las declaraciones legales y las pomposas manifestaciones de buena voluntad del acto promulgatorio con las condiciones prácticas, asignación de recursos e instrucción a los funcionarios que permitan alcanzar los objetivos prometidos. La promulgación de la ley es solo el primer paso.
¿Qué podemos esperar de la ley antidiscriminación, una vez que pase la euforia de los símbolos y venga el frío de los tribunales y las sentencias?
En primer lugar, resulta relevante anotar que la ley promulgada, a diferencia de su proyecto inicial, es poco ambiciosa a la hora de imponer obligaciones a los órganos del Estado en materia de igualdad y no discriminación. En efecto, se dispone que (solo)los órganos de la Administración del Estado deberán “elaborar e implementar las políticas destinadas a garantizar a toda persona, sin discriminación arbitraria, el goce y ejercicio de sus derechos y libertades reconocidos por la Constitución Política de la República, las leyes y los tratados internacionales ratificados por Chile y que se encuentren vigentes.” En nuestro país, las Fuerzas Armadas, por ejemplo, son parte de la Administración. Si ellas no dictan las disposiciones relativas a garantizar el derecho constitucional a la igualdad, ¿qué consecuencias se seguirán? ¿De qué herramientas nos dota la ley para cuestionar la inacción estatal? Ninguna de estas preguntas tiene respuesta en una ley que, pese a su título –“establece medidas contra la discriminación” –, no dispone propiamente ninguna sino que, más bien, y tal como expresa el precepto antes transcrito, contempla algunas vagas directrices que, de ser incumplidas, dejarán trunco un aspecto muy relevante de la intención política que hay tras la ley.
“Si las Fuerzas Armadas, por ejemplo, no dictan disposiciones relativas a garantizar el derecho constitucional a la igualdad, ¿qué consecuencias se seguirán? ¿De qué herramientas nos dota la nueva ley para cuestionar la inacción estatal?”
En segundo lugar, parece haber sido promulgada con una gran excepción. Una suerte de gran “pero” que corre el riesgo de echar por tierra las aspiraciones de la ley si los jueces no se toman con rigor la tarea de evaluar su aplicación. En efecto, de acuerdo a lo dispuesto en la ley las personas denunciadas por acciones u omisiones discriminatorias podrán eximirse de responsabilidad si es el caso que justifican haber actuado en “ejercicio legítimo” de alguno de los derechos fundamentales que allí se enumeran. ¿Qué significa actuar en “ejercicio legítimo” de un derecho constitucional? Una mirada puramente formal sugerirá que la discriminación no se consuma si el denunciado cobija su acción (u omisión) en alguna de las normas ahí identificadas. Algo como lo que ocurre con la invocación de la causal “necesidades de la empresa” que, corrientemente invocada y sin necesidad de justificación, permite esconder despidos motivados por razones no aceptadas en principio por el derecho.
Una interpretación concordante con los fines buscados, sus demás disposiciones y las regulaciones constitucionales, debe llevar a los jueces a escrutar con especial cuidado la forma en que los infractores justificarán sus acciones. No es suficiente para no ser condenado por discriminación arbitraria alegar que se actúa (o se deja de actuar) amparado por el ejercicio de un derecho, sino algo más; los jueces deberán avanzar en la elaboración de estándares que no transformen la acción de no discriminación en letra muerta. Por lo pronto, deberán observar los resultados de los actos y omisiones más allá de las intenciones declaradas (nadie quiere discriminar);los contextos en los cuales actos y omisiones se producen (los que, como el lugar de trabajo y la precariedad del empleo, pueden propiciar la dificultad para aportar pruebas);y que el recurso al ejercicio del derecho que el denunciado reclame se encuentre, además de probado, justificado (proporcionalidad y necesidad de la medida, según los estándares de la interpretación constitucional). Será esta una materia que de seguro generará debate y atención por parte de la comunidad política.
“Acá no se trata de castigar los pensamientos o incluso la opinión que podemos tener respeto de otros sino, como lo advirtió la Corte Suprema de los Estados Unidos en el caso Wisconsin v. Mitchell, la conducta que proviene del odio y que genera violencia.”
En tercer lugar, la ley incorpora una agravante al Código Penal para la comisión de delitos motivados por razones discriminatorias. Se trata de la inclusión de lo que en derecho comparado se denomina “crímenes de odio” y que importan la asignación de un mayor reproche a la conducta delictual cuando ella responde a motivaciones que denigran o niegan la igual dignidad que nos debemos unos a otros. El caso de Daniel Zamudio es un trágico ejemplo (y, bajo ningún respecto, un “sacrificio”, como torpemente lo llamó el presidente Piñera). Acá no se trata de castigar los pensamientos o incluso la opinión que podemos tener respeto de otros sino, como lo advirtió la Corte Suprema de los Estados Unidos en el caso Wisconsin v. Mitchell, la conducta que proviene del odio y que genera violencia.
La ley modifica otros cuerpos normativos pero es en la posibilidad de la acción judicial donde se jugará el partido que defina si realmente somos capaces de desterrar los prejuicios que alientan la intolerancia y que aún nos alejan de convertirnos en una comunidad política de iguales. O, en el lenguaje de nuestras Constituciones, de hacer de este lugar uno en que no haya persona ni grupo privilegiado.