N° 9: Solo una reforma que busque resultados concretos en la escuela y que tenga un “foco en el aula” es “seria”
04.08.2011
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04.08.2011
Uno de los argumentos que más se repite en el debate educativo es la idea de que la educación es algo que ocurre en una sala de clases, donde un profesor se enfrenta a un grupo de estudiantes. Lo que importa, se dice, es lo que ocurre en esa sala y, algo más ampliamente, en la escuela. Por esto, las reformas deben tener un “foco en el aula”, y en la medida en que miren a las escuelas deben dar facultades a los directores para que puedan ejercer con creatividad, entusiasmo y visión sus dotes de liderazgo.
Dicho de otro modo, si lo que es decisivo en el proceso educativo es lo que ocurre en la sala de clases, entonces la razón por la que algunos establecimientos tienen resultados peores que otros se debe a que en ellos no ocurre lo que debiera pasar en la sala de clases. Y eso a su vez se debe a que la autoridad del establecimiento no lo ha hecho bien, lo que puede ser por incompetencia o porque no tiene las facultades que necesita.
Como queda claro, el sentido de este lugar común es atribuir responsabilidades por el desempeño insuficiente. Y de eso fluye una recomendación obvia: poner un “foco en el aula” por una parte, y atender al “liderazgo” en los establecimientos educacionales.
En algún sentido es obvio que la educación ocurre en el aula, por lo que debe importarnos mucho lo que pase dentro de ella. Pero no se puede ignorar, como lo hace este lugar común, que lo que ocurre en la sala es consecuencia de una serie de circunstancias externas a la sala misma. Dicho de otro modo, en términos generales, en la sala de clases ocurrirá lo que es probable que ocurra, dado el contexto en el que esa sala de clases existe. Si en una sala de clases están agrupados estudiantes “vulnerables”, es improbable que pase lo mismo que en aquella en la que están agrupados estudiantes que provienen de familias cuyos padres son profesionales. Por supuesto habrá excepciones, peculiaridades locales. Pero las excepciones no implican nada, así como el hecho de que haya fumadores longevos no muestra que fumar no es perjudicial para la salud. En ese sentido, preocuparse solamente (o prioritariamente) de la sala de clases es lo que corresponde hacer cuando el sistema en general está funcionado adecuadamente, pues entonces los problemas de algunos establecimientos podrán enfrentarse localmente. Cuando el problema es uno de organización del sistema completo, abogar por un foco en la sala de clases implica ignorar la causa del problema, y transformar defectos estructurales en acusaciones particulares de desempeño deficitario.
Esta lógica se aplica en muchas áreas. Es obvio, por ejemplo, que el problema de las relaciones laborales ocurre en la empresa, entre trabajadores concretos y empleadores concretos; y que las prestaciones de salud se dan en consultorios concretos, con pacientes y doctores concretos. Pero sería absurdo decir que por eso uno debe despreocuparse de la legislación laboral, o de la manera en que está organizado el sistema de salud, porque lo que ocurra entre empleador y trabajadores en la empresa, así como lo que ocurra entre médico y paciente en el consultorio, dependerá, en una medida considerable, de las reglas conforme a las cuales esas relaciones deban desenvolverse.
Por eso, antes de proclamar la importancia de poner el “foco en el aula”, es necesario contar con un sistema educacional organizado de un modo tal que haga probable que en las salas de clases se desarrolle de modo adecuado el proceso educativo.
En cuanto al “liderazgo” en los colegios, una de las medidas que ha sido apoyada con más entusiasmos es la de permitir a los directores deshacerse de profesores de desempeño insuficiente. No es la única medida, pero fue la más notoria de las discutidas respecto de este asunto (el “liderazgo”) cuando se aprobó la ley “de calidad y equidad en la educación”, que permitió al director de una escuela despedir, en ciertas condiciones, hasta un 5% de la dotación decente de la misma cada año.
Hay varias razones por las cuales esta reforma fue tan aplaudida. Una es la ya mencionada: se creía que era necesaria para dar a los directores facultades en ejercicio de las cuales pudieran comportarse como “líderes”. La otra es que la posibilidad de despido se cree indispensable para dar a los profesores “incentivos” a desempeñar sus cargos correctamente. “Con los incentivos correctos”, se dice, “mejorará el desempeño docente”, y de ese modo mejorará la calidad de la educación.
El argumento descansa en una comprensión extraordinariamente implausible de lo que motiva a una persona: en la lógica del economista, que cree que lo único que mueve a cada agente es su interés, estrechamente entendido. Así, los profesores sólo se desempeñarán mejor si trabajan bajo la amenaza del despido. El argumento es pintoresco, porque es especialmente común oírlo entre gerentes de bancos y directores de sociedades anónimas, que suelen trabajar de acuerdo a contratos que les aseguran generosos beneficios en el evento de que su relación laboral sea terminada unilateralmente. Pero incluso asumiendo que uno sólo puede desempeñarse de modo adecuado cuando trabaja bajo la amenaza del despido basta pensar por un minuto para ver por qué es absurda la idea de que facilitar el despido de profesores puede dar solución al déficit de la educación pública.
¿Qué hará un profesor que es despedido de un establecimiento educacional por desempeño deficiente? Una posibilidad es que se olvide de su título profesional que le tomó al menos cinco años obtener y por el cual quedó probablemente endeudado y se dedique a un oficio alternativo: que lo contrate un banco como “ejecutivo de cuentas”, o que ponga un almacén de abarrotes en el garaje de su casa, o que transforme su automóvil particular en un taxi, etc. Pero asumiendo un mínimo de racionalidad, lo que hará antes de castigar de esa manera lo que probablemente es su principal activo profesional será ir a otros establecimientos a ofrecer sus servicios. Y la pregunta que es demasiado obvia pero que nunca es formulada es: ¿por qué ese otro establecimiento habría de contratarlo, si ya fue despedido de uno por desempeño deficiente? La respuesta es tan obvia como la pregunta: sólo será contratado en la medida en que este segundo establecimiento, por alguna razón, esté en condiciones tales que deba ser menos exigente con los profesores que contrata. Puede ser porque las condiciones de trabajo son más duras, o puede pagar menos, o porque los estudiantes son más “vulnerables”, o porque queda en una zona más marginal, o porque en general tiene menos prestigio, etc. Sea la razón que sea, la posibilidad de los directores de despedir profesores tenderá a agudizar algo que es evidente que ha de ocurrir: tenderá a producir entre los profesores la misma segregación que el sistema tiende a producir entre los estudiantes.
Claro, como la segregación de profesores ocurrirá aun sin esa posibilidad de los directores, y como después de todo, cinco por ciento no es una cifra considerable, podría decirse que la cuestión no es grave. Pero lo importante es lo que significa la importancia que se le ha dado a la medida en sí misma: es una declaración oficial (a través de una ley!) de que la segregación de profesores es algo que no es problemático en sentido público; es algo, al contrario, que la ley no tiene problema alguno en fomentar. Como lo veíamos al principio, esto es lo verdaderamente escandaloso del sistema educacional chileno: no que sea desigual, porque es difícil lograr en el mundo que las cosas sean verdaderamente como deben ser; lo escandaloso es que el sistema educacional chileno aplaude las diferencias, y cuando no se han producido espontáneamente cambia las reglas para que se produzcan.