Matrimonio homosexual: Ciudadanos versus Parlamento
14.06.2011
Hoy nuestra principal fuente de financiamiento son nuestros socios. ¡ÚNETE a la Comunidad +CIPER!
14.06.2011
Salvo por la pequeña isla de Malta, Chile fue el último país del mundo occidental en aprobar una ley de divorcio. Lo hizo recién en 2004. El proyecto legislativo estuvo por casi una década en el Parlamento y, según informa la Biblioteca del Congreso, una de las razones de la demora fue la presión que ejercieron algunos sectores de la sociedad a través de los parlamentarios que estaban en contra del proyecto. La ciudadanía, por el contrario, se manifestaba de manera masiva a favor de dicha ley. Según el Centro de Estudios Públicos (CEP), en 1999 tres de cada cuatro chilenos apoyaban la aprobación de una ley al respecto.(1)
Asimismo, nuestro país tiene una de las legislaciones más restrictivas del mundo respecto al aborto, el cual es prohibido incluso en casos de violación, riesgo vital de la madre o si el feto presenta serias malformaciones incompatibles con la vida. Este nivel de restricción se encuentra en países que representan sólo el 0,4% de la población mundial: Chile más unos pocos países de Centroamérica. Sin embargo, nuestra legislación nuevamente no se condice con las preferencias populares. La encuesta 2010 ICSO-UDP indica que un 53% de los chilenos está de acuerdo con despenalizar el aborto terapéutico.
Nuestra tardía ley de divorcio y la restrictiva legislación frente al aborto ilustran la dramática disociación que puede existir entre quienes legislan y quienes son gobernados.
Enfrentados a un nuevo debate valórico, el del matrimonio homosexual, la pregunta acerca de la representación cobra sentido nuevamente. ¿Qué piensa la ciudadanía con respecto al tema? ¿Se reflejan estas preferencias entre quienes legislan en el Parlamento? En términos normativos, ¿es deseable que el Parlamento refleje la opinión de la sociedad?
Según la encuesta LAPOP 2010 para Chile (Proyecto de Opinión Pública de América Latina), quienes aprueban el matrimonio homosexual en nuestro país son un 38% de los encuestados; quienes lo rechazan, un 62%.
Estas preferencias no son uniformes en la población y surgen interesantes matices. Las mujeres muestran una mayor aprobación que los hombres (42% versus 34%). También muestran mayores índices de aprobación las personas con mayores ingresos: 53% para quienes tiene ingresos altos contra 33% para ingresos bajos(2); 48% entre quienes tienen educación terciaria frente a 26% para aquellos con educación primaria(3). Finalmente, un bajísimo nivel de aprobación se observa en sectores rurales (24%), entre personas que otorgan mucha importancia a la religión (28%) y, particularmente, entre evangélicos (24%).
La aceptación ha aumentado a través del tiempo. La encuesta del año 2006 arrojó un 19% de aprobación para la misma pregunta, mostrando un incremento del 100% en cuatro años. También aumentó la aprobación de la homosexualidad en diversas situaciones. Adicionalmente, las cohortes más jóvenes muestran mayores grados de aceptación, con cifras cercanas al 45% y 50% para aquellos menores de 40 y 30 años, respectivamente. Ambos efectos, de tiempo y edad, sugieren de manera no ambigua que la aprobación al matrimonio homosexual –y de los homosexuales en general– continuará en aumento.
En 2010, el Observatorio Electoral ICSO-UDP, en su documento “Brechas de Participación: Elites parlamentarias y ciudadanía en Chile”, replicó algunas de las preguntas de la encuesta nacional ICSO-UDP(4) entre los 120 miembros de la Cámara de Diputados. Si bien el estudio no arroja grandes incongruencias en ciertos temas, en materia valórica existen marcadas diferencias entre la elite política y el resto de la sociedad.
Sólo un 19% de los diputados apoya el matrimonio homosexual. Esta cifra es la mitad respecto del respaldo que concita entre los ciudadanos.
El comportamiento de los distintos bloques en el parlamento es indicativo. En la Concertación la aprobación es del 33%, lo cual indica que, al menos en esta dimensión, el bloque opositor reproduce ajustadamente las preferencias del electorado(5). Ahora bien, entre quienes votaron por Frei dicho número aumenta al 41%. Entre los diputados de la derecha, por el contrario, el rechazo es del 100%. Ni un solo diputado del bloque del actual gobierno muestra simpatías hacia la medida, a pesar de que uno de cada cuatro votantes del Presidente Piñera la aprueba.
Algunos de los patrones descritos aquí son generales a toda la agenda valórica, como ocurre con las preferencias sobre muerte asistida o aborto terapeútico. En estas materias también los diputados de la Concertación muestran una posición heterogénea que reproduce de manera bastante cercana las preferencias ciudadanas, mientras que aquellos de la Coalición por el Cambio presentan una posición unificada y más conservadora que su propia base electoral.
Adicionalmente, la labor legislativa de los diputados tiende a ser más conservadora que lo que sus propias preferencias sugieren. Así, por ejemplo, una mayoría de ellos se manifiesta a favor de una ley de aborto terapéutico, en concordancia con las preferencias sociales en esta materia. Sin embargo, tal ley no ha salido de nuestro parlamento. Más aún, esos mismos diputados hace un año atrás emitieron una desacertada declaración pública donde criticaban la ley de aborto promulgada en un país soberano como España.
Estos problemas de representatividad podrían explicar en parte por qué Chile tiene una de las legislaciones más restrictivas del mundo en materia valórica.
Pero, ¿deben las preferencias ciudadanas influir el proceso de toma de decisiones en materias tan sensibles como ésta? No existe una visión única respecto a este asunto.
El padre de la teoría democrática moderna, el americano Robert Dahl(6), escribió en 1971:
“Yo asumo que la característica fundamental de la Democracia es la continua respuesta del gobierno a las preferencias de los ciudadanos, considerados como políticamente iguales (…) Estos deben tener el derecho de formular sus preferencias, de darlas a conocer al resto de los ciudadanos y al gobierno por medio de la acción individual y colectiva, y de que esas preferencias pesen de manera igualitaria en la conducta del gobierno”.
Si bien Dahl describe una idealización de la democracia, existe cierto consenso entre los estudiosos de que en una democracia moderna la demanda por políticas debe tener eco en la toma de decisiones. Esta es la visión de los economistas, quienes influidos por el trabajo del también americano Anthony Downs en 1957(7), sugieren que la competencia política es capaz de guiar los resultados a posiciones que reflejan aproximadamente la voluntad del ciudadano medio o mediano.
Dentro de esta visión, la disociación entre la elite y la ciudadanía apunta hacia una falla en los mecanismos de competencia democrática encargados de disciplinar a la clase política. En particular, en la cuestión valórica los partidos de derecha chilena muestran una nula reacción con respecto a las preferencias de su propio sector. Por el contrario, parece ser que partidos altamente ideologizados en estas materias simplemente imponen sus preferencias sobre los electores y no viceversa.
Pero existen otras visiones respecto a la representación. Uno de los principales autores intelectuales de nuestra actual institucionalidad, Jaime Guzmán, resolvía así la misma cuestión:
“La concepción dogmática que algunos teóricos persisten en propiciar, se basa en la pertinaz repetición del contrasentido de considerar que los gobernantes son «mandatarios» del pueblo, como si gobernar no fuera exactamente lo contrario de ser un mandatario, quien debe seguir las instrucciones de su mandante. Que el pueblo elija al que manda constituye algo muy diferente de nombrar un mandatario. Mientras éste debe cumplir la voluntad de su mandante, razón por la cual el mandato es esencialmente revocable, las autoridades públicas han de obrar en cambio de acuerdo a su libre y recta conciencia orientada al bien común, y si actúan dentro del marco de sus atribuciones, obligan a la obediencia, aun cuando pudiera establecerse que la voluntad popular es divergente al respecto”.(8)
En esta visión autoritaria, las instituciones deben restringir la soberanía popular. Problemas tan importantes como el matrimonio homosexual –o como lo fue el divorcio en su tiempo– no pueden ser dejados al fervor de las masas, sino que deben ser orientados por el “bien común”.
Hemos escuchado repetidamente este tipo de argumentación cuando se debaten asuntos valóricos en nuestro país. Importantes sectores de la clase política sienten mayor cercanía por una noción autoritaria de democracia que por aquella que enfatiza la voluntad popular. Malas noticias tanto para heterosexuales como para homosexuales: la ley que resulte tendrá tintes más conservadores que nuestras preferencias sociales.
Los chilenos no somos la sociedad más conservadora de Occidente. Si nuestras leyes lo son, se debe a fallas institucionales que estarían evitando que nuestra democracia responda de manera adecuada a la voluntad ciudadana.
1.- Otras encuestas dan porcentajes distintos, pero en cualquier caso mayoritario. La cifra del CEP es reproducida por Ryan Carlin Ryan en “The Decline of Citizen Participation in Electoral Politics in Post-authoritarian Chile”, 2006.
2.- Llamamos barrio alto y bajo a aquellos hogares con ingreso familiar sobre 531 mil pesos y bajo 200 mil pesos, respectivamente. En las familias que se ubican entre esos dos rangos, la aceptación al matrimonio homosexual se ubica en un 40%.
3.- Esto va en concordancia con numerosos estudios sobre discriminación donde se evidencia que sectores más educados presentan mayores niveles de tolerancia.
4.- Entre los ciudadanos, la encuesta ICSO-UDP indica que un 39% de los ciudadanos desaprueba el matrimonio homosexual, cifra que concuerda con el 38% que encontramos en LAPOP.
5.- Dentro de los ciudadanos inscritos en los registros electorales, la aprobación se reduce a un 33%. Entre quienes no están registrados dicho número se eleva a un 48%, lo cual apunta a un problema adicional de representación dado que quienes no participan del proceso eleccionario tienen preferencias distintas a quienes efectivamente lo hacen.
6.- Robert Dahl, Polyarchy: Participation and Opposition, 1971.
7.- Anthony Downs, An Economic Theory of Democracy, 1957.
8.- Jaime Guzmán, El Sufragio Universal y la Nueva Institucionalidad, 1979.