Santa Isabel: La soledad de los trabajadores
28.03.2011
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28.03.2011
¿Bajo qué contexto es posible que un empresario pueda imponer a sus trabajadores condiciones propias de explotación tales que signifiquen poner su vida en riesgo para obtener un salario? Y más de fondo aún: ¿por qué una sociedad permite que sus trabajadores deban soportar a inicios del siglo XXI formas de trabajo propias de la esclavitud?
La explicación de la empresa no vale la pena ni considerarla. Justificar el encierro de trabajadores por razones técnicas –era un problema de chapas, dijo el holding de Paulmann– no resiste análisis. En rigor, esa cadena –cuyo lema es “Santa Isabel te conoce”– es como el pillín descubierto “in fraganti”: se inventó lo primero que se le ocurrió.
La explicación real es, a mi juicio, tan sencilla como brutal: la soledad radical en que se encuentra el trabajador chileno.
En efecto, sin capacidad de formar sindicatos fuertes, impedido de recurrir a la huelga y abandonado por el Estado, el trabajador chileno tiene que arreglárselas sólo frente a un empleador que, por definición, tiene un poder enorme: el que le da el despido.
Veamos cómo es que nuestros trabajadores se quedaron solos.
Primero, no hay sindicatos. Sólo el diez por ciento de los trabajadores chilenos tiene un sindicato que lo represente, y el promedio de afiliados ronda los 34 miembros. No son, en rigor, sindicatos, sino “sindicatitos”.
Y ahí la pregunta es obvia: ¿alguien pretende que sindicatos donde penan las ánimas puedan hacerle frente a gigantes como Cencosud, dueño del Supermercado de Santa Isabel, con todo su poder institucional y mediático?
Segundo, tampoco existe negociación colectiva de las condiciones de trabajo. En Chile sólo el 5 por ciento de los trabajadores accede a un convenio colectivo. O sea el 95 por ciento se somete íntegramente a las condiciones individuales de trabajo, que son, por definición, las que ofrezca unilateralmente el empresario.
¿Y si no tienen sindicato, ni negocian colectivamente, quizás nuestros trabajadores podrán recurrir a la huelga en casos graves y calificados, como por ejemplo, cuando un empleador al borde del delirio decide encerrarlos con llave para evitar los robos?
Tampoco se puede. Esa huelga, como la mayoría de las huelgas, en Chile sería ilegal. Admitida sólo en una hipótesis –cuando los trabajadores están negociando un contrato colectivo– la huelga sufre en Chile la regulación legal más restrictiva del mundo. De ahí que, aunque suene absurdo, si los trabajadores del Santa Isabel o los mineros de San José –ambos esclavos de la codicia de sus empleadores– hubieran decidido una huelga para protestar por el abuso, esa huelga habría sido irremediablemente ilegal.
Impedidos, entonces, de utilizar sus propias manos para defenderse colectivamente, quizás es el Estado de Chile el que asume esa responsabilidad.
Y ahí el frío de la soledad es total. La Inspección del Trabajo tiene problemas estructurales, legales y ahora fácticos que le impiden cumplir con la defensa de los derechos de los trabajadores.
Legales porque las sanciones laborales son sencillamente ridículas. Se trata de multas que difícilmente superan –en los casos mas graves– las 60 UTM, y que muchas empresas simplemente asumen como un costo más que, en cualquier caso, es más barato que cumplir la ley.
¿Se asustará el holding Cencosud con una multa que difícilmente superará un par de millones de pesos? ¿Se han asustado los dueños de los buses interurbanos con años y años de multas para cumplir con los descansos entre jornadas de choferes? ¿Se asustaron los dueños de la mina San José cuando un mes antes del accidente se les multó con un millón de pesos por los problemas de seguridad en el techo de la mina?
Y además hay razones estructurales, porque obviamente ese servicio público no está en condiciones de fiscalizar millones de relaciones laborales día a día y ya se sabe, que las nuevas directrices de ese servicio de fiscalización son incentivar la educación por sobre la fiscalización. No hay malos empresarios, solo desinformados, parece ser la nueva máxima de ese organismo de fiscalización.
Nada puede, entonces, estar peor para los trabajadores en Chile.
Quizás su única esperanza sean ellos mismos: la soledad sólo se acaba con otro como uno.